Siempre fui un caballero pero también siempre fui un arrecho. Tuve una noviecita, cuando aún tenía yo dieciséis años que era súper bonita, morenita, chiquita, con sus carnes ajustadas recordándome porque siempre los jóvenes son más deliciosos que nosotros los más maduros. Anduvimos nuestro buen tiempo pero nunca estuvimos juntos, nunca el sexo compartimos.
Fuimos novios de chiquitos y de grandes el destino nos fue alejando. Pero el destino es un maldito canalla y nos volvió a juntar. Creo que fue en una reunión de mis amigos del colegio, creo que fue de mis amigos de barriada, creo que fue un círculo perdido en el tiempo donde ella y yo eramos noviecitos.
Su mirada no había cambiado, su piel seguía siendo morena y erizaba mi piel de sólo recorrerla con mi mente, sus labios eran carnosos y el brillo que les había echado me atrapaban en su sed, su pelo con el paso de los años había tomado vuelo, tenía vida, me enloqueció, sentí que esa mujer madura que tenía en frente mío había florecido y me atravesaba con su calor por toda mi espalda.
La saludé, me brillaron los ojos y mientras ella me decía que se había casado y tenía hijos yo había saltado esos mensajes y le susurre que evitaramos la molestia de ser decentes. Que ella me asfixiaba en ese salón comunal, que camine para Fontibón que mi falo estalla en mis pantalones.
Creo que ella también estaba sumida en una ansiedad inmunda porque ni se sonrojó cuando aceptó y tomó su humilde abrigo.
Llegamos a un motel modesto, no soy muy bueno cn los nombres, tenía camas limpias y el olor no estaba contaminado de amoniaco o alcohol. Era simplemente modesto. Me pidió apagar las luces y maldije la penumbra de las 6:30PM. Acepté su requerimiento y el frío de la penumbra emparoló más rápido mi compañero. Sentía que ella me daba la espalda porque su respiración aumentaba pero quedaba sorda frente a una pared, como si estuviera completamente enfrentada a alguna. Además su silueta doblaba su ropa y diligentemente empecé a hacer lo mismo. Finalmente, en bola, emparolado y ya con la trola congelada de la jabonosa excitación que tenía en la intemperie. Sobe mis manos porque me disponía a acariciarla y no quería asustarla, era mi niña chiquita de dieciséis años que iba a desflorar por primera vez.
El cuarto hedió en segundos a almizcle y sudor, cuando nuestras bocas se encontraron. Ella tomo mi falo y sus manos estaban frías, me hicieron suspirar, fue como un chorro de agua fría en una ducha bogotana a las 5AM que robó mi exhalación en un segundo. Mi mente relampagueaba y recorría ese cuerpo arequiposo tan suculento, tan delicioso. Mis manos tocaron sus tetas y no eran las tenaces astas de otrora pero me encantaban, me encantó darme cuenta que mi niña de dieciséis años era ya una mujer adulta, experimentaba. El jadeo nos llevó a una exutación absurda, yo estaba muy arrecho y controlaba el chorro de mis leches para que la faena no acabase pronto, sus graznidos me enloquecían y entonces le apretaba durísimo las nalgas, tan duro que relinchaba en dolor y pasión. Jadeábamos y sudábamos, jadeábamos y sudábamos, jadeamos y sudamos. En algún momento me ví completamente encharcado en un lago de sudor y me pareció súper extraño, el frío bogotano me erizó pero fue mi curiosidad la que no aguantó. Estiré violentamente mi brazo hacia una lámpara y la encendí. Su cara sonrojada de excitación se tornó apenada y se cubrió el pecho, hizo un rollo y se voltió. Yo entendí que todo ese sudor era una exaltación exagerada de una madre lactante, no pude detener mi mueca de asco y sentirme como Juno bañada en esa leche de infante. Sentí el sollozo y el sentimiento de mi amante, y mi pene palpitaba pero el asco de mi mente lo estaba matando. Tomé velozmente mi almohada y en dos movimientos me sequé el exceso de líquidos en mi pecho, apagué la luz y aprovechando que estaba de espaldas analmente la penetré.
Un grito de dolor al sentir mi lanza morcilluda la hicieron salir de su acongoje.
Generalmente, el ano se demora un tiempo en humectarse pero el de ella se conjugó con su vagina que al parecer estaba completamente sorprendida por lo que sucedía allá atrás por primera vez. Acaricié de nuevo sus tetas en una clara estrategia por hacerla sentir querida. Parecía un juego de Twister donde mi mano derecha cogía su teta izquierda, mi mano izquierda no sólo levantaba su pierna izquierda sino que introducía, masajeaba y fornicaba su vagina, mi verga dilataba su ano y mis caderas con un violento ritmo empujaban toda la maquinaria. Para ese entonces yo ya no estaba excitado. Mi deber era salvar la honra de esa mujer. Quería hacerla venir como nunca y que pagara todas sus penas con un excelente orgasmo. Al fin, gritó y yo liberé mi leche en su ano. Hubiera podido decir que fue normal por el hecho que no estaba ya arrecho sin embargo sentía que me salían y me salían litros de alcalinas sustancias. El heroísmo de mi verga fue más que el triunfo de una gran batalla, fue la exaltación del deber cumplido, del final de la guerra.
Ninguno de los dos prendió la luz. Mientras ella se vestía y yo limpiaba mi falo, mis manos, mis piernas con la sábana. Los dos auscultábamos la incertidumbre de decirnos algo. Ella salió y trás ella salí yo. No voltió a mirar nunca mientras desaparecía en un taxi que coincidencialmente esperaba al frente. Yo caminé un rato y después me monté en un colectivo hacia Chapinero. No volví a saber de ella pero sobre todo no volví a tener un recuerdo bonito de mi niña de dieciséis años.
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