Wednesday, April 02, 2014

¿Qué pasó con mis mangos?



 Roxana sale de la casa de Barranquilla, por la puerta de enfrente, furibunda; no quiere saber de mí porque dice estoy haciendo roña; tiene una blusa roja, un pantalón negro y sus zapatillas de caminar; me dice con desdén nos vemos en la Olímpica –que es a cinco cuadras de la casa–; yo intento salir pero suena el celular y me toca devolverme; respondo un correo que tiene que ver con la llamada que recién acabo de contestar del celular; salgo no tengo llaves; me devuelvo; respiro y reviso todo para no perder más tiempo; cachucha, bloqueador, gafas oscuras, agua, un sobretodo, carné, papeles, billetera, merienda. Todo listo. Siento que no ha pasado mucho tiempo pero con ella no se sabe.

Salgo y echo llave; me dirijo a la Olímpica; aligero el paso; empiezo a trotar; corro un poco pero el morral no me lo permite con comodidad y vuelvo al trote; pienso que es imposible que no se le haya pasado el empute pero, repito, con ella no se sabe. Habíamos quedado que se adelantaba para recargar la tarjeta de Transmetro, cuya cabina está al lado de las cajas. Entro. No la veo. Echo un ojo en las cajas, no la veo. La busco entre las góndolas y tampoco.

Salgo disparado para el paradero; pienso que mínimo se cansó de esperar y el empute la llevó a esperar directamente allá; corro dos cuadras hasta el paradero.

No la veo. ¡Puta vida!
Entro en pánico.

Volteo y regreso a la Olímpica. Antes de llegar veo a una señora de pelo blanco encanecido; tiene una franela roja, pantalón negro, sandalias y un fuerte acento acento killero que me dice "ajá y tu qué" –me dice cuando me acerco– te esperé una vida, no joñe.

Roxana se hizo vieja esperándome.

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