El individuo del siglo XIX recibe un regalo preciado de parte de sus teóricos contemporáneos que reúne sus placeres, sentimientos, sensaciones y sueños tangenciales a ese proceso, antes reproductivo y ahora reconocido como la experiencia de tirar.
De acuerdo con ellos, esa experiencia no está relacionada con mi proactividad de multiplicarme y dejar descendencia. Ansío el día en que uno de mis culicagados llegue al mundo y altere mis calmadas noches de ensoñación para cambiarlas por el dulce placer de verlo crecer como esa tripa fetida y enternecedora que es. Pero eso no tiene nada que ver con cada vez que penetro mi ser en una mujer, sea su vulva, su boca o su ano. Mi búsqueda es más hedonista, más simple, más sencilla: Quiero venirme y que ella se venga conmigo, sentirnos sudorosos, jadeantes, exhaustos y eufóricos, con nuestros genitales humedecidos, nuestras mentes en blanco y nuestras pupilas dilatadas, tratando de encontrar figuras en el techo, intentando borrar esa estúpida mueca, esa sonrisa que parece más una sobredosis de botox que una señal de placer consumado.
Quiero reflexionar sobre mi sexualidad, no para concluir algo específico. No. Sencillamente, me parece importante hacer un alto en el camino, dilucidar el panorama y entender de donde vengo, para donde voy.
La lista comienza con la primera, quien podría resultar ser una verdadera perra, pero no, ella es la segunda. Mi primera experiencia sexual fue con una niña de quince años llamada como una flor, de origen humilde y que estaba encargada de mi cuidado como niñera. Yo tendría entre cinco y seis años y por lo mismo no sería capaz de entender como afectaría ese hecho el resto de mis días.
Obviamente, mi incipiente morcilla no pudo tensarse en ese momento y ella muy bien lo sabía. Me llamó justo una tarde en que se molestaba el chocho y ya perfumado por sus jugos vaginales, apretó mi cabeza contra su estepa. No estaba oscuro pero la luz no entraba en esa intoxicante penumbra. Un olor alcalino y un sabor nunca antes experimentado me llevaron a devorar esa cuca colmada de orin, minúsculos vellitos y el recuerdo de mis faucecitas haciendo gritar esa flor. Alcanzo a recordar unas convulsiones peristálticas en su vientre, un olor aún más poderoso y un sentimiento de vergüenza que la hizo saltar sonrojada como una rosa y la puso a correr alejándose de allí para nunca más saber de ella. Yo, pasmado con mis manos y mi boca untada como si me hubiera acabado de comer un zapote o un dulce, maduro y aromático mango, me quedé esperando una explicación que nunca llegó.
Mi jugo favorito: Mango en leche.
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